Mujer árbol.

Mujer árbol.
Acuarela sobre opalina de Esteban Flores "Art Bob Corn"

jueves, 21 de enero de 2010

Breve cuento.

Estuvo en la guerra.

De pronto, todas las cabezas desaparecieron. Abrió más los ojos. Trató de perforar con la mirada la luz de los reflectores implacables. Sobre el campo, los jugadores corrían en todas las direcciones. Un sordo, pavoroso clamor envolvía sus cuerpos sin cabezas. Agitaban sus brazos confusamente. Como si dirigieran su propia macabra danza. La danza macabra.
    Él estaba tenso. El ruido martilleaba sus tímpanos. Creció su miedo. Ahora los rostros giraban en la cancha. Reflejaban un terror indescriptible. Su propoio terror. No persiguien la pelota. Huían desesperados. Brincaban absurdamente. Con el salto mortal del soldado. Desaparecían. Volvían a emerger. Volaban. Destruidos en pedazos al chocar unos contra otros.
    Empezó  a oír el graznido de las ametralladoras. El ruido del mar. EL ruido del miedo. El silbatazo del ataque. Y gritos. Gritos espantosos que le taladraban la espina dorsal. ¿Llegaría a disparar por fin el cañón camuflado bajo la malla del arco?
    Reaparecieron las cabezas y los cuerpos. Las cabezas subían y bajaban las gradas. Saltaban a la izquierda y a la derecha. Uno, dos,. Uno, dos. A la derecha y a la izquierda. Uno, dos.
    Rodaban unas sobre otras. Saltaban unas sobre otras. Uno, dos. Lo aplastaban. Iban a aplastarlo. Uno, dos. Y los gritos...
   Se lanzó por las escaleras. A ganar la playa. A esconderse en las trincheras. La salida. A empellones. Empujando los cadáveres móviles que cerraban el paso.
    La puerta. La plaza. Arriba, siempre el cielo. El cielo.
    Detuvo un taxi: al hotal.
    Cerró los ojos. Los abrió de nuevo. ¿Y el chofer? Había desaparecido. Él iba solo sobre el tanque que devoraba las avenidas. Traspasaba los muros. Se estrellaba contra los árboles. Mil reflectores enfocaban su marcha. Más a prisa. Aprisa.
    Luego lo de siempre: el silencio largo.
    "¿Le pasa algo?"
    Pagó. Entró en el hotel. A su cuarto.
    Se desplomó sobre la cama.
    A gemir la paz definitivamente perdida en él.

-Cuento de Edmundo Valadés en La muerte tiene permiso.-
 

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